miércoles, 29 de abril de 2009

Ensayo / Sobre la poesía / Jorge Cadavid

El lenguaje de la poesía: entre la analogía y el refrenamiento.



No tenemos talento, es que
No tenemos talento,
Lo que nos pasa
Es que no tenemos talento,
A lo sumo
Oímos voces, eso es lo que oímos;
Un centelleo, un parpadeo,
Y ahí mismo voces.
Teresa oyó voces, el loco
Que vi ayer en el Metro oyó voces.


(Gonzalo Rojas)

La poesía suele ser considerada un misterio, y en algunos aspectos lo es. Toda actividad poética tiene un sentido religioso, porque siempre apunta a la Totalidad. Si no, ¿por qué unas palabras se acomodan de determinada manera y no de otra?, ¿por qué, de repente, una frase que está ahí terminando una idea se corta, se suceden las palabras con otro ritmo y de súbito surge un nuevo mundo, se ilumina una realidad hasta entonces insospechada? Es la imagen poética como revelación, la poesía como el revés de la filosofía, y el poeta como este “místico en estado salvaje”, según la expresión de Paul Claudel, a propósito de Rimbaud.

Se sabe que para los presocráticos pensar y ver constituían dos actividades indiscernibles entre ellas. Uno de los resultados más sorprendentes se encuentra en la etimología de la palabra “mística”. Con el vocablo mystes se designaba al adepto a los misterios de la vida, el que arruga los ojos para mirar lejos. Según esta acepción, los términos mística, miopía y misterio derivarían de una misma raíz.

Los neoplatónicos hablaban de una “centella divina” en el hombre que es el recuerdo de Dios. Por este recuerdo nos apartamos de lo múltiple, tendemos a la interiorización para unificarnos con el arquetipo, con el Uno primordial. De esa vía purgativa, que es la purificación del lenguaje, nos habla el poeta; indicando las cosas con su dolor, nos enseña a reconocer las palabras gastadas, a removerlas de sus significados habituales. El poeta saca a los signos de esa cárcel empobrecida del conocimiento que es la prosa del mundo.

La naturaleza de la prosa, dijo Paul Valéry, es perecer. La poesía dura porque produce el ambiguo y siempre cambiante placer de ser al mismo tiempo una afirmación y una canción. Ser al mismo tiempo imagen, música, y sentido originarios.
Se trata del núcleo que resulta evidente en la operación básica de toda poesía: en la metáfora “se lleva” (phora) “más allá” (meta) el sentido de los elementos referenciales empleados para forjar la imagen. Llevar más allá lo sensible y mundano significa traer más acá el otro mundo. El lector miope debe prestar más y más atención a la relación espacial y mental con el más allá, situado como está en el más acá. El poema va dirigido a toda alma metafísica – y no sólo a metafísicos -, a todo aquel que se entregue a “desconocer lo conocido”: extrañamiento ancestral de los primeros poetas-filósofos para quienes la poesía es “lo que no se ve”, lo que está oculto.

Tradicionalmente, en la poesía el procedimiento esencial es la condensación, y en la prosa es el de la distribución. Pero los poetas contemporáneos invierten el objetivo inicial obteniendo de la poesía el más alto grado de distribución y en la prosa el más alto grado de condensación. Quizás esto responda a la pregunta: ¿por qué, de pronto, escribe novelas un poeta? Esta confusión intencionada de formas y géneros lleva al poeta a discernir los argumentos de sus poemas como si se tratase de narraciones y a leer sus novelas como si se tratara de extensísimos “poemas en prosa”. Según esto, se desmentiría la afirmación irónica de William Burroughs que reza: “ El poeta es un novelista perezoso”, y se ratificaría a Cocteau cuando afirma: “El poeta es un mentiroso que dice siempre la verdad”.

La verdad poética es una mentira práctica. La poesía es una “verdad sospechosa” donde, como afirma Antonio Porchia, “lo visible es sólo un adorno de lo invisible”. El contenido de la poesía es, pues, la pura experiencia. De aquí que algunos teóricos se atrevan a decir que la cabal comunicación de la “pura experiencia” es el verdadero fin de toda literatura.

Sin embargo, el poeta no debe confundir nunca la emoción poética –estado subjetivo- con la poesía –ejecución verbal-. La objetividad en poesía se limita a esto: no ocultar la emoción que se mezcla con el lenguaje y el pensamiento. Miguel de Unamuno diría: “Siente el pensamiento, piensa el pensamiento.” El poeta no debe confiarse demasiado en la poesía como estado del alma, y en cambio, debe insistir mucho en la poesía como efecto de las palabras. La emoción los dioses se la otorgan de balde. Lo segundo tiene que sacarlo de sí mismo.

Paul Valéry afirmó que la poesía es un intento por crear un lenguaje dentro de un lenguaje. En este sentido, la poesía es un combate contra el lenguaje, un “dar a ver” verbal. De aquí su procedimiento esencial, la catacresis, que es expresar con palabras lo que no tiene palabras ya hechas para ser expresado. Sean, pues, bienvenidos el desajuste, la transgresión, la desviación que es el lenguaje poético.

Podemos afirmar que el discurso del poema es una patología del lenguaje (la antiprosa), ya que rehuye a la lógica, a la norma gramatical y semántica. La poesía nombra por primera vez. El poeta es un Adán que bautiza al mundo: esto supone entender lo dicho y también la intención con que se dice. La poesía no destruye el lenguaje ordinario sino para reconstruirlo en un plano superior. A la destrucción operada por la figura analógica y alegórica, sucede una reestructuración de otro orden. Esto implica recordar, entre otras cosas, que “lo visible es sólo un aspecto parcial de lo real”, según la incomparable expresión de Paul Klee. La poesía no es sólo comunicación, también es conocimiento: “filosofía haciéndose”.

La poesía implica dos tiempos. El primero es negativo, y se constituye como una violación sistemática del código del lenguaje. El poema se inicia como violencia sobre las palabras. Esta desviación no es necesariamente oscuridad a nivel reflexivo. Si hay oscuridad en el poema, es preferible que se trate de una oscuridad inteligible, que nos permita penetrar en la atmósfera del poema. El segundo es positivo, y abre la escala de lo real. Descubre una profundidad de la forma. Es la alegoría y analogía del refrenamiento: ese decir sin decir. Este ocultamiento intencionado llevó Oscar Wilde a afirmar: “Toda mala poesía es sincera”.

Un poema generalmente nace a partir de una imagen o de una asociación de palabras. Resulta fundamental el primer verso. Cuando se sigue ese primer verso ya se presiente lo que puede ser el tema del poema. En muchas oportunidades, la generación de un poema está asociada con hechos emotivos. A eso se le llamó desde la antigüedad inspiración: el poeta siente que arde en la hoguera. Con el tiempo, la inspiración ya no funciona igual, se toma su tiempo en llegar su fuego es lento. Lograr la atmósfera requiere de días o semanas. Las veces que nos afanamos en forzar a la inspiración, ésta se resiste y no llega. Es fundamental dejar reposar el poema en “las gavetas del invierno”, después retomarlo. Un poema requiere ser rumiado. No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida. Aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica. Sthendal puntualiza sobre la inspiración: “Si hacia 1795 hubiese comentado a alguien mi proyecto de escribir, cualquier hombre sensato me hubiera dicho que escribiera dos horas todos los días, con o sin inspiración. Estas palabras me hubiesen permitido aprovechar los diez años de mi vida que malgasté totalmente aguardando la inspiración”.

La poesía es contención, silenciamiento. Todo en ella está sugerido, nada está dicho. Es el logos silenciado. La música callada. Pero el silencio en el poema está poblado de signos: los espacios en blanco de Emily Dickinson. El lector debe hacer hablar al poema ya que su verdad está entre líneas. Es la metáfora cifrada, o en clave, que llevó a Baudelaire a afrimar: “Hay cierta gloria en no ser comprendido”. El poema es pues una posibilidad. El lector se convierte en una metáfora de sí mismo. Los versos son felices porque son ambiguos. Toda poesía autentica “dice” más de lo que “enuncia” el poema.

El tiempo del poema es vertical, se intuye en el instante. La poesía es un regreso, por tanto, al tiempo original, a la infancia. El tiempo de la narrativa es horizontal y es un despliegue de la duración, de la historia. Todo poema es una totalidad cerrada sobre si misma, es la intuición del instante. En el poema, que siempre es “tiempo presente”, somos eternos e inmortales. En la narración somos mortales y efímeros.

Todo arte es, en su esencia, poesía. El poema es una posibilidad, dulce como un misterio. Su técnica muere en el momento mismo de la creación. Su técnica no es transmisible. El estilo del poeta es su desviación particular. Es una “falta querida”, intencionada. El estilo es el estigma. Lo que decimos en el momento de la creación, la carnalidad de las palabras, su ritmo, su sonido, está indisolublemente ligado a su sentido. El poeta no piensa por ideas, sino por imágenes. En esos instantes en que no sucede sino el fenómeno extraordinario de la normalidad, en esos engarces de sabiduría cotidiana, allí transcurre la iluminación para el poeta. La iluminación no es más que un ostentoso descuido. El poeta ordena lo visible y lo invisible, para ver el dorso nunca visto del objeto de siempre.

Pienso, en este punto, en la formidable metáfora de Kant: esa paloma que quiere volar sin aire, en el vacío, es la angustia metafísica de encontrar que el aire mismo la frena y, sin embargo, sin aire no podría volar. La paloma es el vértigo de la imaginación mediante el cual importamos lo irreal a lo real. El poema es un continuo levantamiento de los sentidos. No hay certidumbre alguna en el mundo que ve el poeta. Antonio Machado ironizó al decir: “Los grandes poetas son metafísicos fracasados”, pero fue más allá al plantear que: “Los grandes filósofos son poetas que crecen en la realidad de sus poemas”. Manchado pensó que el escepticismo de los poetas sirve de estímulo a los filósofos. Es necesario, por tanto, estudiar la estructura poética de los grandes sistemas metafísicos (el río de Heráclito, el terrón de azúcar de Bergson, la esfera de Parménides, el eterno retorno de Nietzsche, etc.).

No hay progreso en la poesía. Ser poeta es ser lúcido. Ver en el poema las contradicciones del hombre, incluso su historia hecha de recomienzos es la tarea de Sísifo. La poesía es un reflejo de los ires y venires, incluso de los fracasos del hombre. En el poema el hombre se pregunta por su finitud, por su insignificancia. La leyenda que es el poema se deja desear pero no poseer. Escribimos eso de lo no conseguimos hablar. La falta de consumación es la que empuja a los poetas a seguir escribiendo. La poesía es antihistoria. La tarea heroica de Baudelaire fue crear la voz del poeta caído en un mundo sin aura, sin milagro, sin magia. El precio de esta asunción fue la pérdida de la aureola. El aura, según Walter Benjamín, es la proximidad de una lejanía, la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar).

La poesía para el poeta argentino Roberto Juarroz, es un nombrar, un desnombrar y, finalmente, un transnombrar la realidad como una nueva forma de percepción. El poeta no desdeña los valores de la inspiración, pero aclara que la aventura de la poesía moderna afirma más los valores del oficio y la lucidez: como pre-meditación. La inspiración llama al hombre, lo visita. La realidad pide ser aumentada por la creación. El hombre no puede provocar la inspiración sino como expectativa de lectura, es decir, leyendo en sí mismo lo que le falta, lo cual es ya comienzo de expresión. La poesía, dice Antonio Machado, si es algo, es revelación de la esencial heterogeneidad del ser, la incurable otredad que padece lo uno: “yo soy otro”, diría Rimbaud. La poesía está hecha de dilemas: espacio-tiempo, vértigo-fijeza, soledad-comunión, identidad-otredad.

La diosa blanca de la poesía latinoamericana que es la poeta peruana Blanca Varela (fallecida en marzo de 2009), contestó con una pequeña fábula a la pregunta de por qué escribía poesía:

Desde muy niña adquirí la costumbre de sentarme a la mesa frente a un papel blanco para decir cosas que no podía decir de viva voz. Y ordenaba y desordenaba las palabras tratando de encontrar en ese juego algo que fuera diferente, mejor, o que me revelara algo más de esa realidad que me rodeaba, que no me comprendía y que no me gustaba demasiado. Creo que comencé a escribir para ver si alguien, entre comillas, contestaba mis más secretas y obsesivas preguntas, esas que sólo pueden hacerse los niños cuando descubren la sordera total de los mayores, de Dios, del mundo, del cosmos. Y no tuve más remedio que aprender a contestarme a mí misma.

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Jorge Cadavid (Colombia)
Ganador en 2004 del noveno Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus. Entre sus obras destaca El vuelo inmóvil, Universidad Nacional de Colombia. 2004. También es Premio Nacional de Poesía de la U.de A., con su obra Tratado de cielo para jóvenes poetas, en 2008.

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