jueves, 1 de mayo de 2014

No es tiempo de crecer, cuentos de John Agudelo García


Sigue siendo el cuento, pese a la creencia común de que sea la novela, el territorio donde se prueba de manera contundente la calidad de un escritor. Como en la poesía, la narración corta no afloja —esa es su condición–, el nivel de exigencia que desde Chejov, Kafka, Joyce, Musil, Katherine Mansfield a Hemingway, Bashevis Singer, Salinger, Yourcenar, Cheever, Carver, Onnetti, Cortázar, Borges, Lispector, Ribeyro, Auster o Bolaño, la modernidad ha consagrado. En Colombia los nuevos escritores vuelven a repasar la lección de estos maestros y continúan abriendo su propio camino, desentrañando a través de ellos su propia voz.

John Agudelo García, joven poeta y narrador antioqueño, ha publicado el año pasado un libro de cuentos cuyo título parece advertirnos de la índole dramática oculta tras la máscara de la cotidianidad y asuntos aparentemente ingenuos, como la infancia o la adolescencia: No es tiempo de crecer, libro que fue, en su momento, proyecto ganador de la 2a. Convocatoria de Estímulos al Talento creativo, en el área de literatura, cuento joven, del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia en 2013 y que se editó en el mismo año por La Carreta Ediciones.

Once cuentos componen la obra que, como parece entonces, tienen como leit motiv el asunto de la infancia, esa época mítica del ser humano, padecida o soñada por muchos. No obstante, no es la infancia como niñez idílica lo que en el fondo motiva en John Agudelo la escritura de estos cuentos. Hay algo más inquietante que desde el comienzo, entre líneas, va deslizándose tras la voz del narrador en primera persona, la voz del muchacho que en tono de confidencia va revelándonos sus sueños, sus temores, sus fantasías tanto como el horror silencioso que cohabita con él esa realidad, ese territorio indefinible entre el misterio y la ordinariez, la imaginación y la tristeza. No es exactamente de esa niñez manida y falsa de la que nos hablan estas historias. En ellas los chicos maduran rápidamente a fuerza de costumbres y adulteces impuestas, a golpes de realismo crudo y urgente que en cada gesto, cada pequeño juego o búsqueda, cada manifestación de goce o de amor se introduce sin avisar, invade el corazón, la mínima esperanza de felicidad con la que sueñan. De eso en esencia nos hablan estos textos. Eso que oscuramente crece hoy dentro del corazón de ciertos muchachos y los apura, los lanza a la vida sin concesiones, sin mediaciones, sin ternuras gratuitas. Eso que explica de alguna manera también el origen de nuestras violencias.

Claro que es el ambiente del barrio, la casa, la calle de todos los días el escenario, el mismo en el que hemos vivido y crecido a nuestra vez quizá en un tiempo menos difícil. Allí se sitúan estas pequeñas historias que un lector desprevenido juzgaría un tanto simples, tal vez anecdóticas. Pero no. Como en los buenos poemas, la ausencia de énfasis, de dramatismos vacíos, y la voz casi tranquila, coloquial con la que va diciéndose hasta lo más cruel, lo más terrible, es lo que acaba conmoviéndonos profundamente.

Desde el comienzo hasta el final de estas páginas, la muerte es una presencia tutelar, junto al despertar de la conciencia, del erotismo y aun junto a la propia alegría de vivir que desde luego también hace parte de ellas, en el juego, en el asombro, la soledad contemplativa, en el sueño que acompaña las horas de esa edad indefinible. Pero es esa presencia a veces velada o explícita de la muerte la que tensiona de algún modo los hilos de la narración, aunque por momentos, la destreza del autor para involucrarnos secretamente en un ámbito de extraña serenidad, logre equilibrar la dureza con el tono ingenuo del narrador. Los sueños adolescentes, las fantasías eróticas respiran muy cerca de la pesadilla en este libro donde el juego más inocente vira de golpe hacia el vacío, la sombra, la violencia directa y sin ambages que después se reabsorbe en ese estado de indiferencia aprendida que denominamos “normalidad”. El cuento “Parqués” trae, por ejemplo, este pasaje revelador:

De todas formas él quiere cerciorarse. Me pide que lo acompañe pero me niego. No es necesario, ya he visto muchos muertos. Antes sí me daba un poco de curiosidad. Y al acercarme, miedo. Pero ya no siento nada. Ya me parece tan normal como comerme un ficho del parqués, y meterlo en la cárcel, aunque esté a punto de llegar”. —Parqués. Pág. 22.

O en "El cuerpo de mi hermanito", este otro:

El señor de la emisora dijo que había cadáveres regados por las calles. Y se atrevió a decir, para él, quiénes eran los culpables. Luego puso a hablar a un reportero que empezó a leer listas de desaparecidos. Y mi hermanito no estaba en las listas. Nunca estuvo en ninguna lista. Solo hoy alguien llamó a decir dónde estaba”.—El cuerpo de mi hermanito. Pág. 35

Aquí identificamos un lugar muy particular, muy reconocible y próximo para quienes hemos tenido ocasión de pasar parte de la niñez y la adolescencia en uno de esos barrios populares, compartiendo la existencia de una familia humilde, a veces fallida, sobreviviendo a toda clase de dificultades pero también, disfrutando la vida sin melindres en ese espacio de sencillez desprevenida tan vulnerable empero. En estos cuentos la voz narrativa del niño involucra directamente al lector en un mundo personal, en el que no hay distancias ficcionales, y cada historia se sustenta en la observación minuciosa, la memoria viva de espacios, emociones, rostros, palabras, sentimientos cuya raigambre se extiende más allá de la anécdota familiar. Es evidente la claridad y la eficacia de un lenguaje coloquial que no obstante, elude, repitámoslo, el simplismo y logra crear, recrear una atmósfera, unos personajes verosímiles pero poéticamente bellos, conmovedores, profundos. Desde el primer cuento: “Detrás del cerro”, con el chico que sueña explorar el mundo fantástico imaginado del otro lado de la montaña de su barrio, el niño al que su madre le “inventa” un padre con cartas que ella misma se escribe, hasta el muchacho que llega al rito iniciático del amor en “Ser hombre”, hay una parábola textual de hermosas resonancias que diríamos, conforman casi una pequeña novela en la que voces, diálogos, ritmos, imágenes van y vuelven alrededor del lector envolviéndolo, atrapándolo en su discurrir. No voy a detallar las incidencias de cada relato, como se acostumbra. Sólo diré que más allá de eso tenemos aquí un libro que da cuenta de un momento crucial en la grande o pequeña historia de una sociedad, una ciudad, un pueblo en el que bien o mal podremos reconocer nuestros gestos, nuestras distintas o semejantes maneras de ser, de hablarnos, de sentirnos, de abordar ese innominado territorio de extrañezas visibles e invisibles que por defecto terminamos llamando “realidad”, lo que deviene entonces en literatura, pero en este caso, literatura verdadera

No es tiempo de crecer, es un libro en la línea de una literatura que elude los clichés oportunistas de cierto “realismo sucio” en boga pero alcanza a expresar, desde un ángulo intimista, la silenciosa o silenciada tragedia de nuestras frustraciones, resentimientos, miedos, y tempranas desesperanzas. No obstante, no caben en él las lamentaciones banales, los reclamos retóricos ni las protestas de corte socio político porque ante todo esta obra se nos entrega como hecho estético, como verdad poética que da cuenta de un mundo en el lenguaje, la imagen, la transparencia del sentido y la forma que, a la postre, y más allá del asunto dramático, permite experimentar al lector en tiempos tranquilos o aciagos, lo que Barthes denominaba ese elusivo y cada vez más complejo “placer del texto”.

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NY. Abril de 2014


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