Sigue
siendo el cuento, pese a la creencia común de que sea la novela, el territorio donde se
prueba de manera contundente la
calidad de un escritor. Como en
la poesía, la narración corta no afloja —esa es su condición–,
el nivel de exigencia que desde
Chejov, Kafka,
Joyce, Musil, Katherine
Mansfield a
Hemingway, Bashevis
Singer, Salinger, Yourcenar, Cheever, Carver,
Onnetti, Cortázar,
Borges, Lispector, Ribeyro,
Auster o
Bolaño, la
modernidad ha consagrado. En
Colombia los nuevos escritores vuelven
a repasar la lección de estos
maestros
y continúan abriendo su propio camino, desentrañando
a través de ellos su propia voz.
John
Agudelo García, joven poeta y narrador antioqueño, ha publicado el
año pasado un libro de cuentos cuyo título parece advertirnos de la
índole dramática oculta tras la máscara de la cotidianidad y
asuntos aparentemente ingenuos, como la infancia o la adolescencia:
No es tiempo de crecer, libro
que fue, en su
momento, proyecto ganador de la 2a. Convocatoria de Estímulos al
Talento creativo, en el área de literatura, cuento joven, del
Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia en 2013 y que se editó
en el mismo año por La Carreta Ediciones.
Once
cuentos componen la obra que, como parece entonces, tienen como leit
motiv el asunto de la infancia, esa época mítica del ser
humano, padecida o soñada por muchos. No obstante, no es la infancia
como niñez idílica lo que en el fondo motiva en John Agudelo la
escritura de estos cuentos. Hay algo más inquietante que desde el
comienzo, entre líneas, va deslizándose tras la voz del narrador en
primera persona, la voz del muchacho que en tono de confidencia va
revelándonos sus sueños, sus temores, sus fantasías tanto como el
horror silencioso que cohabita con él esa realidad, ese territorio
indefinible entre el misterio y la ordinariez, la imaginación y la
tristeza. No es exactamente de esa niñez manida y falsa de la que
nos hablan estas historias. En ellas los chicos maduran rápidamente
a fuerza de costumbres y adulteces impuestas, a golpes de realismo
crudo y urgente que en cada gesto, cada pequeño juego o búsqueda,
cada manifestación de goce o de amor se introduce sin avisar, invade
el corazón, la mínima esperanza de felicidad con la que sueñan. De
eso en esencia nos hablan estos textos. Eso que oscuramente crece hoy
dentro del corazón de ciertos muchachos y los apura, los lanza a la
vida sin concesiones, sin mediaciones, sin ternuras gratuitas. Eso
que explica de alguna manera también el origen de nuestras violencias.
Claro que es el ambiente del barrio, la casa, la calle de todos los días el escenario, el mismo en el que hemos vivido y crecido a nuestra vez quizá en un tiempo menos difícil. Allí se sitúan estas pequeñas historias que un lector desprevenido juzgaría un tanto simples, tal vez anecdóticas. Pero no. Como en los buenos poemas, la ausencia de énfasis, de dramatismos vacíos, y la voz casi tranquila, coloquial con la que va diciéndose hasta lo más cruel, lo más terrible, es lo que acaba conmoviéndonos profundamente.
Desde
el comienzo hasta el final de estas páginas, la muerte es
una presencia tutelar, junto al despertar de la conciencia, del
erotismo y aun junto a la propia alegría de vivir que desde
luego también hace parte de ellas, en el juego, en el asombro, la
soledad contemplativa, en el sueño que acompaña las horas de esa
edad indefinible. Pero es esa
presencia a veces velada o explícita de la muerte la
que tensiona de algún modo los hilos de la narración, aunque por
momentos, la destreza del autor para involucrarnos
secretamente en un ámbito de extraña serenidad,
logre equilibrar la dureza con el tono ingenuo del narrador. Los
sueños adolescentes, las fantasías eróticas respiran muy cerca de
la pesadilla en este libro donde el
juego más inocente vira de golpe hacia el vacío,
la sombra, la violencia
directa y sin
ambages que después se
reabsorbe en ese estado de
indiferencia aprendida que denominamos “normalidad”. El cuento
“Parqués” trae, por ejemplo, este pasaje revelador:
“De
todas formas él quiere cerciorarse. Me pide que lo acompañe pero
me niego. No es necesario, ya he visto muchos muertos. Antes sí me
daba un poco de curiosidad. Y al acercarme, miedo. Pero ya no siento
nada. Ya me parece tan normal como comerme un ficho del parqués, y
meterlo en la cárcel, aunque esté a punto de llegar”. —Parqués.
Pág. 22.
O en "El cuerpo de mi hermanito", este otro:
“El
señor de la emisora dijo que había cadáveres regados por las
calles. Y se atrevió a decir, para él, quiénes
eran los culpables. Luego puso a hablar a un reportero que empezó a
leer listas de desaparecidos. Y mi hermanito no estaba en las listas.
Nunca estuvo en ninguna lista. Solo hoy alguien llamó a decir dónde
estaba”.—El cuerpo de mi hermanito. Pág.
35
Aquí
identificamos un lugar muy particular, muy reconocible y próximo
para quienes hemos tenido ocasión de pasar parte de la niñez y la adolescencia en uno de esos barrios populares, compartiendo la
existencia de una familia humilde, a veces fallida, sobreviviendo a
toda clase de dificultades pero también, disfrutando la vida sin melindres en ese espacio de
sencillez desprevenida tan vulnerable empero.
En estos cuentos la voz narrativa del niño
involucra directamente al lector en un mundo
personal, en el que no hay distancias ficcionales, y cada historia se
sustenta en la observación minuciosa, la memoria viva de espacios,
emociones, rostros, palabras, sentimientos cuya raigambre se extiende
más allá de la anécdota familiar. Es evidente la claridad y la
eficacia de un lenguaje coloquial que no obstante, elude,
repitámoslo, el simplismo y
logra crear, recrear una atmósfera, unos personajes verosímiles
pero poéticamente bellos, conmovedores, profundos. Desde el primer
cuento: “Detrás del cerro”, con el chico que sueña explorar el
mundo fantástico imaginado del otro lado
de la montaña de su barrio,
el niño al que su madre le
“inventa” un padre con cartas que ella misma
se escribe, hasta el muchacho
que llega al rito iniciático del amor en “Ser
hombre”, hay una parábola textual de hermosas resonancias que
diríamos, conforman casi una pequeña novela en la que voces,
diálogos, ritmos, imágenes van y vuelven alrededor del lector
envolviéndolo, atrapándolo en su discurrir. No voy a detallar las
incidencias de cada relato, como se acostumbra. Sólo diré que más
allá de eso tenemos aquí un libro que da cuenta de un momento
crucial en la grande o pequeña historia de una sociedad, una ciudad,
un pueblo en el que bien o mal podremos
reconocer nuestros gestos, nuestras distintas o
semejantes maneras de ser, de
hablarnos, de sentirnos,
de abordar ese innominado territorio de
extrañezas visibles e invisibles que por defecto terminamos
llamando “realidad”, lo
que deviene entonces en literatura, pero
en este caso, literatura verdadera
No
es tiempo de crecer, es un libro en la línea
de una literatura que elude los clichés oportunistas de cierto
“realismo sucio” en boga pero alcanza a expresar, desde un
ángulo intimista, la silenciosa o silenciada tragedia de nuestras
frustraciones, resentimientos, miedos, y tempranas desesperanzas. No
obstante, no caben en él las lamentaciones banales, los reclamos
retóricos ni las protestas de corte socio político porque ante todo
esta obra se nos entrega como hecho estético, como verdad poética
que da cuenta de un mundo en el lenguaje, la imagen, la transparencia
del sentido y la forma que, a la postre, y más
allá del asunto dramático, permite experimentar al lector en
tiempos tranquilos o aciagos, lo que Barthes denominaba
ese elusivo y cada vez más
complejo “placer del texto”.
***
NY. Abril de 2014
¡Genial! quiero tener el placer de leerlo.
ResponderEliminarexcelente !! ¿donde puedo comprar el libro?
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