martes, 29 de octubre de 2013

Escribir el día



El jardín, la frescura de la mañana luego del café caliente y el primer cigarrillo.
La ciudad todavía enredada en brumas —restos de la noche—,
mientras asciende la luz sobre el verde mate de la montaña
y abre el azul brillante del día.
Camino sobre la grava menuda escuchando el zureo de las palomas
junto al tejado del cobertizo. Clara duerme todavía. No he querido despertarla
porque sé que estuvo desvelada hasta muy tarde.
Mejor la llamo cuando prepare algo para desayunar. No hay ninguna prisa.
*
Quiero aprovechar estos días en Santa Elena para leer y escribir.
Volver a escribir luego de meses sin hacerlo, pues si bien no me preocupa,
no me angustia, no es bueno dejar pasar más tiempo sin intentar otra vez
ese forcejeo silencioso con las palabras.
Leer constituye, por fortuna, la mejor estrategia y la fuente nutricia
para mantener vivo mi ser. Mi auténtica naturaleza.
*
Porque, además, he comenzado a publicar tardíamente,
y la gente necesita saber que a mis 52, no me quedé en esos tres libros.
Aquí sigue siendo importante la letra impresa y periódica.
La producción más o menos continua de libros. De lo contrario
te miran con cierta condescendencia, incluso con algo de lástima.
Sin embargo, no me ha ido mal con esto. Me doy cuenta.
El primer poemario no pasó inadvertido.
*
Quito algunas hojas secas, remuevo un poco la tierra de algunos rosos.
Me gusta sentir en la mano el contacto vivo de la greda negra,
las ramas, la aspereza de los tallos.
Siempre ha sido así, desde niño, cuando ayudaba en las labores del campo,
cuidando el maíz de la voracidad de los querqueses.
Era entonces un pequeño espantapájaros.
*
Preparo café, pan tostado, huevos, jugo de naranja y pongo la bandeja en la mesita,
junto a su cabecera. Me acerco hasta su rostro medio hundido en la almohada,
con un ligero beso en su mejilla la despierto.
Me mira soñolienta, pero sonríe.
*
Al rato, ha ido a bañarse y a ponerse un vestido para el día.
Recojo los restos del desayuno y voy a la cocina para lavar y ordenar los platos.
Los dos limpiamos la casa antes de mediodía.
Es esta una casa pequeña, sencilla, de montaña,
y abajo se divisa el valle, la ciudad extendida como una herida inmensa.
Un sordo rumor se deja sentir a veces
subiendo desde ella con el viento
como en tropel.
Allá abajo he pasado los últimos años, he vivido y soñado.
He sido feliz y, a veces, también, he sufrido como tantos,
como todo el mundo.
*
Salta, y luego viene hacia mí con la alegría de un niño fogoso.
Sus grandes patas delanteras me empujan el pecho con fuerza.
Acaricio sus orejas, su cuello y hocico con afecto.
Sus ojos brillantes me miran directamente. De su boca abierta, acezante,
el aliento concentrado del verano me sube al rostro.
Acaricio su pelo negro, azabache, con la textura del cabello femenino.
Es un pequeño dios, mi perro.
*
Ahora salimos a caminar por los alrededores de la casa.
Tomamos un sendero sombreado de pinos. Es una tarde de abril, cálida, brillante.
Clara sonríe feliz. Lleva lentes oscuros, pero yo prefiero ir expuesto a la luz,
toda la luz, aunque duela.
No obstante, los distintos verdes matizan ese brillo. Y las sombras
como oasis de profunda frescura. Y el gorjeo de los pájaros,
y el susurro de las hojas. Las montañas se alzan al fondo, magníficas.
Hay algo misterioso en el aire... Unos versos empiezan a aletearme en la cabeza,
unos versos que trato de retener para cuando vuelva a la mesa:
Abril es todo vuelos, todo gorjeos.
En abril la montaña se aduenda (…)
*
Cuando regresamos, el calor comienza a disminuir.
Hay sudor y cansancio en nuestros cuerpos y vendrá bien una buena ducha
antes de tendernos para la siesta.
Clara me ofrece agua de su botella y bebo con deleite.
La veo sonreír, bella como la muchacha que conocí hace veinte años.
El deseo intacto y más vivo aún.
Entramos juntos al cuarto de baño, riendo otra vez.
El agua nos recibe, desnudos, anhelantes.
 Ah, la vida es esta frescura y el brillo de los ojos de Clara en los que me reflejo.
*
El goce de los sentidos, la alegría de ser, de estar aquí,
en este instante único y pleno, respirando,
sintiendo en cada poro la fuerza de la vida,
la caricia de la luz, la calidez, la belleza de otra piel,
el contacto de los objetos...Es todo.
Es el epítome de toda sabiduría, toda iluminación.
Siglos de especulación metafísica se concentran
en este solo instante en que Clara me aprieta contra sus senos
y mi lengua ávida lame su interior humedecido.
*
Pero, después, la soledad. Sí, la tristeza pos coito que decía el viejo.
Ambos callamos, dejamos que entre los cuerpos se instale el frío,
el silencio irremediable. Así fue también en el paraíso, pienso.
La súbita sensación del desamparo, la vulnerabilidad ante la muerte.
Fumo otra vez (es el décimo cigarrillo del día),
y las volutas de humo en la semipenumbra se desvanecen
como última imagen del día en las hendijas.
Afuera la noche comienza a silabear y a recoger sus animales.
*
Clara se esconde un poco de mí. Prepara algo para cenar en la cocina.
Bruno ladra a las sombras en el patio y, como a mí,
la presencia misteriosa de la noche parece incitarlo en lo profundo.
Bruno late a la luna creciente, yo comienzo
a abrirle surcos de tinta negra al papel blanco.
*
Escribir en la noche, sin embargo, no es siempre lo mío.
Prefiero la mañana, la frescura temprana del día sobre la mesa,
entrando por la ventana con el rumor de hojas y pájaros afuera,
e incluso, cuando estoy en la ciudad,
con el ruido sordo de las calles "batidas por oscura batahola",
como escribió Rogelio.
*
Clara me invita hacia las 9 a degustar con ella la crema de zanahoria que ha hecho.
Luego tomamos un té en el fresco del patio. Oímos soplar una ligera brisa
por entre los helechos mientras Bruno, ya más tranquilo,
parece concentrarse en el estridular de los grillos
echado en el frío suelo del corredor,
el hocico entre las patas.
*
Me despierto tal vez hacia las dos de la mañana, súbitamente lúcido,
casi asustado de mí mismo, de la vida que he llevado hasta hoy y cuyas minucias
se me antojan de repente, absolutamente hermosas e incluso trascendentales,
según las voy recordando.
Clara es sólo un bulto gris que respira y duerme a mi lado,
tan ajena como cualesquiera otra de las millones de durmientes
a esta hora en el mundo.
*                       
Después regresaremos a la ciudad. La ciudad que me verá morir.
***
(2011)

(Poema ganador, entre otros, del concurso La vida cotidiana de la Casa de poesía Silva, Bogotá, octubre 24 de 2013)

Ver: http://www.casadepoesiasilva.com/concursovida.htm 

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