martes, 19 de abril de 2011

Pincel de hierba, de Óscar González / Diez años





Hace diez años apareció en Medellín un breve libro de haiku que ahora celebramos de nuevo desde el silencio y desde la memoria, trayendo aquí la reseña que para entonces escribí Pincel de hierba de Óscar González, guarda aún en su transparencia la frescura de unas imágenes que continúan abriéndonos al encuentro maravilloso del sueño y lo real reconciliados en la instantaneidad y lo eterno de una visión, después de todo, también puramente poética sin detrimento de su naturaleza orginal

***

“De la contradicción de las contradicciones
la contradicción de la poesía “.
J. LEZAMA L.

Como el antiguo mármol tras la indiferencia de los siglos florece de súbito, exhalando otra vez la joven fragancia del sueño en medio del desierto, el hastío y el olvido en el que ya nos habíamos acostumbrado a sobrevivir, así, de repente nos ha sorprendido Pincel de hierba, el breve volumen de haikús publicado recientemente por Ediciones Otras Palabras.

Teníamos de González el conocimiento de su larga confrontación con la crítica y la experiencia literaria, donde la poesía fue siempre, sin embargo, la señal y la hoguera, presencia fatal y salvadora al mismo tiempo en esa existencia suya en tránsito permanente hacia lo maravilloso, como la fiesta “en la que todos los vinos corrían” y la belleza se sentaba también, amarga y última, sobre el mundo que le correspondía vivir y morir. Detrás del crítico lúcido, a veces en extremo exigente y barroco, se ocultaba el poeta verdadero, el soñador embebido en el tiempo y las cosas, junto a su lámpara de medianoche. Y al llamado del destino, más allá de sus signos extraños, dolorosos incluso, comenzaron a aparecer los primeros cantos, los versos dictados por la musa inclemente o terrible a la que no es posible ignorar o traicionar como tantos creen, impunemente.

La ya legendaria tradición del haikú japonés, tan falsificada en ocasiones en nuestro medio cuando se cree que basta con improvisar tres versitos cualesquiera, retorna en poetas que como González, han meditado y comprendido morosa y amorosamente la senda sagrada de Oku, el camino y el laberinto del silencio al final del cual se reencuentra el origen, se vuelve otra vez a sí mismo. Raúl Henao, y ahora, González, hacen posible entre nosotros una nueva mirada al haikú más allá del facilismo circunstancial, del afán exotista que pudiera creerse. Se puede ver desde el principio de Pincel de hierba que la experiencia interior es auténtica y rinde su instante de esplendor:

Incandescencia:
Piedra de lumbre
En el corazón.

Pues a lo largo de todos los años que como los días, “uno tras otro son la vida ”, las palabras se han ido adensando en significaciones muy personales, hasta volverse incluso señales particulares: Incandescencia, azufre, cielo, luz, esplendor, bosque, agonía, ciudad. En ellas está todo, hacen parte de un inventario de visiones, hallazgos, estremecimientos. Uno comprende que son pocas porque son verdaderas y, entonces, es el haikú la medida de todo ese silencio y esa vivencia intensa del ser:

Señales de advertencia
Pasan de largo:
Es el destino.

Tal vez sea este el tiempo de regresar a las fuentes originales después de haber agotado las grandes aventuras del lenguaje. Tiempo para recobrar de nuevo la primera luz, el sentido, la esencia única y última de la palabra en su inocencia y su dureza, su realidad y su desintegración:

Azufre es la palabra
En el borde de la mesa:
El polen de las cometas se eleva.

Pero también, tiempo para explorar esas zonas todavía inéditas de la llamada “realidad”:

La mano tocaba el violeta:
Espera en el cenit
Coronaba la inocencia.

O tiempo para que la mirada sea de nuevo epifanía:

Aún queda el mar en el cielo:
Desprendida del párpado
Música de estalactitas.

“Escritura que no se escribe (...) Prueba, experiencia y laberinto. Mirada que se ensaya en una temperatura insostenible (...) Excrecencia (...) Seña y señal, indicio e indicación al viajero (...) Extensión de lo breve. Lo uno en lo otro: la analogía (...) La palabra es la morada del ser. Contemplación y visión (...) “ Nos advierte punzante, misteriosa y profundamente el mismo González en la contra solapa de su plaquete. Y es que en estos haikús se concentran y equilibran todos los elementos de la tradición más rigurosa y las tensiones de la modernidad más exigente sin que se rompa, sin embargo, la transparencia, la misma sencillez y espontaneidad iluminante del difícil “género” oriental:

La mano de hierro
Toca la flor en el patio:
Tiemblan las montañas en los labios.

*

Luz medieval en el vitral:
Cielos de mercurio
Nos hacen recordar el infierno.

*

Arenas consteladas del desierto
Encuentro la torre y la fuente
¡Oh transparencia y yo solo!


Porque el hombre incorporó a su visión de la naturaleza lo que González, lector y estudioso permanente de Lezama, ha incorporado también en su poesía: la sobrenaturaleza, es decir, el misterio, lo desconocido, el universo como extensión del espíritu, como experiencia última.

Pincel de hierba abre entonces, entre nosotros, una fisura en el laberinto. Es un libro que nos revela y nos comunica con la verdad, la belleza, lo absoluto más allá de la noche del tiempo, el humo de lo real.


(Abril de 2001)

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1 comentario:

  1. Tengo entendido que el Haiku, antes que nada, debe constar de tres versos: el primero, de cinco sílabas; el segundo, de siete; y el tercero de cinco. Así las cosas, en dicho libro no veo Haiku por ningún lado. Además, el haiku consta de dos imágenes contrastantes. La verdad, con todo respeto, como haiku no tienen la estructura ni cumplen, en su mayoría, con las imágenes.

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