domingo, 23 de agosto de 2009

Ensayo / Contra la poesía / Adam Zagajewski

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Los que escriben poemas a veces se entretienen, al margen de su ocupación principal, organizando "defensas de la poesía". Con todo el respeto por este género (que yo mismo he tanteado), a uno se le ocurre preguntar si aquellos tratados sutiles y alígeros no hacen un flaco favor a la poesía en vez de robustecerla. Hasta los grandes —por ejemplo, Shelley— ejercitaron su mano en ensayos defensivos. ¿Acaso no perdieron un tiempo valiosísimo en ejercicios inútiles de retórica sobre su sueño dorado? ¿Qué otra cosa podemos esperar de un poeta, sino la defensa de la poesía? ¿Es posible tratar en serio a alguien que defiende su propio oficio? Un artesano que lucha por su arte, ¡qué obviedad! ¿No es más interesante el gesto de Witold Gombrowich —prosista y no poeta— que con su ensayo Contra los poetas por lo menos dio pábulo a un instructivo intercambio de opiniones —no en balde en la discusión intervino el mismísimo Czeslaw Milosz—. Pero Gombrowich atacó básicamente la "dulzura" de la poesía, la concentración de azúcar —a su parecer excesiva— en los versos, aunque se abstuvo de rechazarlos del todo.

¿Qué argumentos básicos hay en contra de la poesía? Comencemos por ejemplos fáciles, versos ingenuos escritos por aficionados provincianos, por funcionarios de correos jubilados y damas que se aburren en sus pisitos coquetones. Naturalmente, serán poemas que cantan las puestas de sol, las primeras nieves, los encantos del mes de mayo, las margaritas, las ardillas y los abedules. A Gottfried Benn no le gustaban nada, y se burlaba de los poemas sobre la primavera que aparecen en los números de marzo o abril de las revistas culturales. ¿Qué hay de malo en ellos?

Nada, pero a menudo su enorme ingenuidad provoca un rechazo espontáneo y no del todo justificado. Sin embargo, la capacidad de no descartar los aspectos negativos y siniestros de la vida parece imprescindible. Y lo cierto es que los poemas sobre las margaritas no suelen tomar en consideración el lado negativo del mundo: ¡por algo son ingenuos! Este problema puede parecer fútil. Al fin y al cabo, ¿qué más da que un habitante de Idaho escriba alabanzas de las flores? Reconozcamos que la existencia de este estrato de poesía ingenua, algo amateur, es en sí mismo un fenómeno bastante simpático y sin duda alguna inocuo, aun cuando estos poemas no nos ayuden en absoluto a comprender el mundo (dicen que Newton llamaba la poesía a disingenuous nonsense).

Pero ni siquiera nuestro amable funcionario de correos que escribe versos almibarados vive en un estado de éxtasis permanente. Puede ser un hombre sereno, pero seguro que también atraviesa momentos de temor, inquietud o desesperación. ¿Sabe expresarlos en sus creaciones? Diré aún más: puede ocurrir que el funcionario jubilado no sea ni de lejos tan buen hombre como podría parecer a los lectores de sus pareados. Por lo que respecta a los gigantes de la literatura, tenemos una réplica preparada de antemano: la obra es capaz de redimir las debilidades de carácter de su autor (he wrote well, escribía bien). Pero ¿se puede aplicar el mismo razonamiento a un poeta pequeño? Y una pregunta más que no se suele plantear en el caso de artistas de gran envergadura: ¿por qué ese señor nunca expresa en sus versos su lado desatinado o desagradable? ¿Sólo porque se atiene a las reglas de la vida colectiva, que nos obligan a mostrar únicamente nuestros rasgos buenos, o los que se consideran buenos, y a esconder bajo una gruesa capa de paño los defectos y las desgracias? Si es así, pase. Pero sería peor si la responsable fuese la naturaleza misma de la poesía, que saluda de buen grado el éxtasis y rechaza lo negativo, lo cual significaría que no está exenta de hipocresía.

2

Si fuera así, la poesía pecaría de no saber expresar más que una pequeña porción de nuestras energías espirituales. La poesía, como sabemos, se libera en un estado de ánimo excepcional y mítico que llamamos inspiración. La inspiración, que no sólo acompaña a los poetas y novelistas, sino también a los músicos y pintores, a algunos científicos y predicadores, e incluso a los que escriben (escribían) largas y hermosas cartas, es necesaria para la humanidad no por estar cargada de euforia y alegría (aunque es verdad que estos sentimientos la acompañan), sino porque parece elevarnos por encima de la red trivial de circunstancias empíricas que son nuestro pan de cada día y nuestra cárcel. Nos eleva por encima de la cotidianidad para que podamos contemplar el mundo con atención y fervor al mismo tiempo. Es cierto que no nos libra del todo de las limitaciones empíricas: los poetas no levitan, no nos vuelven resistentes a los ataques de las enfermedades, no garantiza ninguna clase de inmunidad diplomática; como sabemos, a Mandelstam, uno de los grandes inspirados del siglo XX, nada le salvaría de la deportación y la muerte en un campo de trabajos forzados. Y, no obstante, en el sentido estético y hasta filosófico, la inspiración parece ofrecer a las mentes que han elegido la posibilidad de dar un salto, de experimentar una levitación puramente interior e invisible desde fuera. A veces —en la mayoría de los casos— esta levitación se manifiesta en el carácter de la obra, dándole una forma más perfecta y una mayor fuerza intelectual. De vez en cuando también parece contagiarse al lector, y entonces es como una antorcha encendida que pasa de mano en mano. Debe de ser una antorcha más antigua que la olímpica, una antorcha que circula entre las mentes humanas por lo menos desde la época homérica.

Los poetas mismos no se ponen de acuerdo en si la inspiración existe y es necesaria. Hay diversas escuelas. Sabemos muy bien que, por ejemplo, Paul Valéry se oponía al concepto de inspiración y ensalzaba sólo los elementos racionales de una inteligencia bien engrasada. Otros poetas defendían la inspiración sin menospreciar los laboriosos prolegómenos, el oficio y la reflexión. Sin embargo, no se trata de esto, sino de la pregunta tal vez algo perversa de si aquella magnífica enfermedad llamada inspiración no determina de algún modo el talante e incluso la sustancia de la poesía. La inspiración es algo netamente positivo, casi la encarnación de la alegría (más vale no fijarse en las personas que la padecen; basta con decir que no se parecen en nada a los lóbregos catatónicos que permanecen durante horas en la misma posición). Si es así, por fuerza tiene que ejercer alguna presión en el contenido de los juicios y las valoraciones presentes en la poesía.

Pero ignoramos si en la realidad, en la estructura del mundo, hay algo que corresponda a nuestro entusiasmo, si bien en los momentos de arrebato estamos absolutamente convencidos de que es así y aún seguimos creyéndolo al día siguiente. Pero, pasada una semana..., tal vez surjan algunas dudas.

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En este punto alguien objetará (y con mucha razón): ¡hombre, en qué mundo vives, si la inmensa mayoría de los poemas que aparecen actualmente —y también los escritos en el siglo XIX— no se caracterizan precisamente por la alegría extática y el entusiasmo, sino más bien por la melancolía, la ironía, el desaliento y la desesperación! Hoy en día, tal vez el material más utilizado en la poesía sea una especie de ironía disecada por la tristeza. No es fácil, pues, hacer de los poetas mensajeros de la euforia.
Al llegar a estas alturas el autor del presente ensayo debería recoger sus modestas herramientas de trabajo, rendir la espada y volver a los poemas, que son su quehacer principal. Pero las cosas no son tan simples.

Tanto en los poemas románticos como en los contemporáneos no faltan ni la melancolía ni la ironía. Las encontramos ya en la poesía antigua; en el exilio, Ovidio no escribió versos alegres. Los románticos lloraron mucho. Los contemporáneos ya no lloran, sino que más bien permanecen en un estado de desesperación fría y elegante, interrumpido de vez en cuando por una carcajada lúgubre. Sin embargo, ¿acaso la alegría y la melancolía no forman pareja? Éstos dos sentimientos, que la poesía eleva casi a la altura de una doctrina filosófica, proporcionan no obstante a los poemas un toque ambiental. La melancolía y la alegría constituyen el modesto patrimonio binario de la poesía, mientras que la afirmación y el rechazo tienen el resabio de un ademán algo psicótico, del "si" y el "no" tomados en préstamo a la ligera de los emperadores romanos (tanto el emperador como el poeta utilizan el pulgar). ¿Y si la melancolía poética no fuera más que alegría disfrazada, como si el poeta, a fin de seguir disfrutando del calor de la inspiración, lo guardara en la funda termoaislante de la tristeza? A menudo las afirmaciones y las negaciones son un poco ahistóricas y se pronuncian sin tomar en cuenta los hechos recientes ni las nuevas pruebas; el tribunal se reúne y en un golpe de inspiración, sin haber interrogado a los testigos, sin haber escuchado a la acusación ni a la defensa, pronuncia una sentencia apodíctica primorosamente elaborada. ¿El litigio de Budelaire realmente difiere tanto del de Ovidio?

¿Qué tiene eso de malo? El enemigo de la poesía contestará con voz severa: no es la omnipresencia de una ironía barata lo que me hace aborrecer la poesía, sino el hecho de que ésta no participe del esfuerzo intelectual de su época, ignorando lo más interesante y tal vez lo más importante de la actividad humanista de la mente, a saber, la contemplación incesante, atenta y nada fácil del intrincado paisaje del mundo humano, donde algo cambia sin cesar y algo no cambia en absoluto. Sopesar estos dos elementos, descubrir nuevas variedades del mal y del bien, nuevos modelos de comportamiento y modelos de vida seculares, valorar un mundo siempre un poco nuevo y un poco viejo, arcaico en su inmutabilidad a la par que cambiante a causa de la invasión de la "modernidad", que cubre el universo con una capa de nailon resplandeciente, y sacudido por las convulsiones de los años treinta y cuarenta no sin que la misma modernidad tuviera en ello un papel decisivo: he aquí la magna tarea del escritor, entre otras ocupaciones tradicionales. Este esfuerzo intelectual de nuestra época, que mantiene tan ocupadas las mentes humanas, sigue orientado en gran medida a comprender las grandes desgracias del siglo XX. ¿Puede participar en él la poesía?


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¿Por qué tanta gente inteligente, ilustrada y culta vuelve hoy la espalda a la poesía? En algunos países la respuesta resulta bastante fácil, por ejemplo en Francia, donde ya hace algunas décadas que la lírica entiende su vocación como un monólogo metodológico, una reflexión ininterrumpida sobre la pregunta "cómo es posible el verso". Es como si un sastre meditabundo, en vez de hacer trajes, se pasara los días cavilando sobre el hermoso refrán árabe "La aguja, que viste a tanta gente, se queda desnuda". Los pensantes, los que buscan respuestas a las preguntas de peso, tienen que dar la espalda a una poesía así: seca, narcisista y hermética. Pero en otras partes, allí donde la poesía aún no ha renunciado del todo a dialogar con el mundo, también ocurre que la lírica se muestra incapaz de interesar a sus mejores lectores potenciales.

Leemos con cierta admiración la estrofa siguiente del hermoso poema de Auden "A la memoria de W.B. Yeats" y, por regla general, aceptamos su sentido:

El tiempo, que con esta extraña excusa
perdonó a Kipling sus ideas,
y habrá de perdonar a Paul Claudel,
perdona a los que escriben bien.

Sin embargo, al detenernos a pensar en su verdadero significado, por fuerza nos preguntamos si el hecho de que alguien escribiera bien nos permite olvidar lo que dijo. Abstracción hecha de los nombre que Auden menciona en su período de fascinación marxista (¿necesita Claudel un indulto?, ¿y Yeats?), esta tendencia no es exclusiva del autor de El escudo de Aquiles. He aquí una propensión a mostrarse indulgente no sólo para con los poetas, sino también para con los novelistas, a tratarlos como se trata a los niños. ¡Has dicho una bobada, pero eres tan mono (qué carita tan linda)! Pero si tratamos la literatura en serio, a veces hay que rechazar alguna creación por muy "ingeniosa" que sea —por ejemplo, debemos rebatir la mayor parte de la obra de Mayakovski, a pesar de que difícilmente se le puede negar un gran talento.
El poeta que acepta una tarifa reducida para la poesía (por utilizar la vieja y casi olvidada fórmula de Artur Sandauer), desvaloriza su significado.


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¿Hay algún elemento ontológico de la realidad frente al cual la poesía se declara impotente? ¿Quizás el mal? ¿Es cierto que la poesía es impotente frente al mal? ¡Pero si precisamente tenemos a Dante, tenemos el Fausto de Goethe, tenemos Otelo y Macbeth (una argumentación "estadística" a fin de demostrar que hay más poemas que expresan admiración —por ejemplo, Keats, Whitman y Claudel— de los que afrontan el mal estaría fuera de lugar)!

Sin embargo, quien quiera entender algo de la dictadura moderna, nazi o estalinista, recurrirá más bien a estudios históricos y filosóficos —el libro de Raul Hilberg, los trabajos de Hannah Arendt y, quizá, los de Erich Voegelin o Aron, incluso las memorias de Speer, la obra de Hermann Rauschning, los libros tempranos de Solzhenitsyn o las memorias de las víctimas y los verdugos del Holocausto—, leerá a Chiaromonte y a los historiadores rusos del siglo XX, estudiará los textos de François Furet, Martin Malia, Kolakowski y tantos otros analistas perspicaces (otra cosa es si realmente encontrará en estos libros la respuesta definitiva que busca y si tal respuesta existe). Y si quiere reflexionar sobre las dolencias de la sociedad y del espíritu más recientes, del todo actuales, tampoco le faltarán lecturas adecuadas en prosa.

"Un momento", dirá alguno de mis amigos poetas. ¿La poesía tiene que ser sólo un servicio intelectual de urgencias, cuyas ambulancias azules circulan a toda velocidad por las calles oscuras de una ciudad dormida, llorando en voz alta? Claro que no, limitar la poesía a tareas de esta índole sería interpretarla de una manera ridículamente reduccionista. Por otro lado, parece que los poetas no pueden ignorar algo que podría llamarse el debate intelectual de la época; no pueden evitarlo del todo. La pregunta es si tal debate realmente tiene lugar y dónde; yo diría que sí que existe una polémica de estas características, por muy entrecortada e imperfecta que sea.

Si los poetas se mantienen el margen de este debate, convencidos de que los pequeños tesoros de emoción lírica o melancolía valen más que la meditación sobre el profundo mal del siglo XX o sobre la gran tristeza —y el gran aburrimiento— de nuestros tiempos, contribuyen a que la poesía pierda la posición central entre las obras humanas que le habían deparado los dioses y los griegos y a que se convierta en un pasatiempo interesante para estudiantes y jubilados, que no para personas en edad productiva, obligadas a concentrarse en lo que es verdaderamente importante.

Además, no se trata tanto del debate, como de la verdad, porque el único argumento de peso contra la poesía sería la acusación de no buscar la verdad sobre el hombre y el mundo, sino limitarse a recoger preciosidades —conchitas y piedrecillas— en las playas del mundo.
Sí, es cierto. Tenemos las Elegías de Duino de Rilke, La tierra baldía de Eliot, el Tratado moral y el Tratado poético de Milosz, los versos de Mandelstam sobre Sn Petersburgo, El escudo de Aquiles de Auden, el Réquiem de Ajmátova, los poemas de Celan y los de Zbigniw Herbert. ¿De qué hablan si no de esto, precisamente? Del mal, de la modernidad, de la vida en nuestra época y de la resistencia que esta época nos ofrece.


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Volvamos a analizar la relación que une el mundo con la poesía: ¿no es que a pesar de todo, a pesar de los logros —aquellos poemas raros y magníficos con los que algunos grandes poetas sometieron a juicio la vileza de nuestra época—, la poesía carece casi por completo de un órgano cognitivo enfocado hacia la iniquidad, la mezquindad y el tedio (y no hablo aquí del tedio elegante de un artista, del spleen de Baudelaire, sino del aburrimiento y la molicie de las tardes de domingo en nuestra ciudades), ni tampoco hacia Eichmann, hacia un cabeza rapada rabioso o un funcionario inhumano?

Sin duda puede observarse que hay un género de mal —llamémoslo "mal de Dostoievski"—, el de Stavrogin y Smerdiakov, y también el mal del joven Verhovenski, es decir, un mal al mismo tiempo psíquico y teológico, que se escapa a la mirada de la poesía, y únicamente la novela (tal vez sólo Dostoievski) puede medir con él sus fuerzas. También en lo referente al mal poderoso del nazismo y estalinismo la poesía más bien se dedica a llorar las víctimas, y de vez en cuando lo hace de un modo inigualable, como en Celan, Milosz, Herbert y Ajmátova, pero le resulta sumamente difícil proponer una reflexión sobre las fuentes del mal —aunque cabe decir que ni siquiera las mentes filosóficas de primera magnitud han sabido proponer gran cosa al respecto.

No se trata sólo de la percepción del mal, sino del hecho de que la definición contemporánea de la poesía, una definición nada teórica, ya que ésta no existe, sino práctica y practicada incluso por los más grandes maestros, refleja fielmente las transformaciones que se han producido en la mentalidad moderna y contemporánea. Rainer María Rilke, el poeta del siglo XX más admirado en el mundo entero, tiene poco que decir sobre el tema que apasionaba a los antiguos y que debería interesarnos también a nosotros: cómo vivir entre la gente, en qué tipo de comunidad —aunque habla maravillosamente de cómo vivir la privacidad de una existencia individual, a solas, en el amor solitario, y también de cómo morir.


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Es posible que la poesía lírica tenga dos alas, dos preocupaciones primordiales, siendo una de ellas el antiquísimo deber —que está en el centro mismo de la lírica de cada generación— de crear una continuación, mantener la vida espiritual o, mejor dicho, dar forma a la vida interior, ya que en la poesía, al igual que en la meteorología, chocan entre sí dos frentes atmosféricos, el aire caliente de nuestra introversión colisiona con el frente frío de la forma, con el soplo gélido de la reflexión. Los "pequeños tesoros de emoción lírica" de los que hace un momento he hablado con desprecio (adrede, por razones pedagógicas) son tesoros de verdad, e inscribirlos en el registro de la propiedad es un acto de enorme importancia, independientemente del sentido filosófico que se le atribuya.

¿Qué es la vida espiritual? Es embarazoso tener que pensar también en ello, pero al oírme pronunciar estas palabras, mis interlocutores —tal vez en Estados Unidos más que en otras partes (spiritual life)— me miran con sorna como si quisieran sugerirme: ¡hazte monje! Pero la vida espiritual no necesariamente tiene que atenerse a la regla de los cistercienses, a menudo no es más que una contemplación atenta de las cosas de este mundo con los ojos de la imaginación. Puede ser también una estación en la vía sacra de la búsqueda religiosa, pero es difícil decidir cuánto de todo eso penetra en la poesía contemporánea. ¿La poesía no es más bien una mística para principiantes? Jacques Maritain, un filósofo católico, exhortaba a los poetas a concentrarse también en lo que la poesía tiene de material y artesano.

A pesar de ello —a pesar de que la poesía es un arte y, por lo tanto, no es reducible a una actividad espiritual— hoy en día cabe recordar con ahínco que sólo en la vida interior titila de vez en cuando, como en un espejo roto, la llama movediza de la eternidad, como quiera que la interprete el lector socarrón (o no tan socarrón).

Al mismo tiempo, la vida interior tiene que estar oculta, no puede exhibirse en público; al igual que los pobres fogoneros del poema "Manche freilich" de Hofmannsthal, tiene que permanecer siempre bajo la cubierta del barco. Tiene prohibido exhibirse por dos motivos: primero, porque siendo transparente como el aire de primavera no es nada fotogénica; segundo, porque si intenta atraer la atención del público, se convertiría en un payaso narcisista. Pero el símil del fogonero es acertado —aquella vida interior invisible y al fin y al cabo discreta, con su pasión, su ingenuidad, su amargura y un entusiasmo que renace siempre y a pesar de todo, es la energía postrera e imprescindible de la poesía—y del hombre.

La cultura de masas actual, a veces divertida y no siempre nociva, se caracteriza por no tener ni la menor idea de qué diablos es la vida espiritual. No sólo es incapaz de crearla, sino que la mina, destruye y corroe. La ciencia, ocupada con otros problemas, tampoco cuida de ella, de modo que sólo algunos artistas, filósofos y teólogos defienden aquella fortaleza frágil y amenazada por el enemigo.
Defender la vida espiritual no es una muestra de indulgencia para con los estetas radicales; pienso que la vida espiritual, aquella voz interior que nos habla en polaco, inglés, ruso o griego, es el baluarte y la base de nuestra libertad, el territorio imprescindible de las reflexiones y de la inmunidad a los porrazos y las tentaciones poderosas que prodiga la vida moderna.


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La otra ala de la poesía se distingue por un carácter más intelectual, o tal vez más cognitivo; me refiero al pensamiento en tanto que análisis audaz del rostro cambiante de nuestro mundo, a la búsqueda de la verdad sobre nosotros mismos, a la exploración incesante de los innumerables pasillos de la realidad y al rechazo a la mentira. La poesía tiene que velar por la historia; no puede limitarse a confiar en la experiencia interior concebida, a la manera de la poetisa y filósofa inglesa Kathleen Raine, como un regreso ahistórico a una cantidad limitada de modelos y motivos del sacrum —siempre los mismos— descifrados por unos cuantos poetas de la tradición inglesa (Blake, Keats, Yeats). El reconocimiento de un cambio histórico, la sentada en la plazoleta delante del palacio presidencial, la reflexión sobre la lenta pero constante metamorfosis de la civilización, son también imprescindibles. De modo que el segundo pilar de la poesía después de la experiencia interior que mana de una fuente incógnita es la contemplación puramente racional del mundo histórico.

A veces la búsqueda de la verdad adopta la forma de otro tipo de pesquisa: la tentativa de establecer una medida común para toda la humanidad. Cada poeta, cada escritor, es también juez del mundo humano (y de paso se juzga a sí mismo); cada verso contiene un juicio del mudo fruto de una reflexión previa. En cada línea se esconden los sufrimientos de Camboya y Auschwitz (lo sé, esto tal vez suene patético, pero ¡qué le vamos a hacer!). Cada línea esconde también la alegría de un día de primavera. En casa línea colisionan el sentimiento trágico y el júbilo.

Y algo más: en la poesía siempre debemos tener en cuenta por lo menos dos cosas: lo que es y lo que somos. Tenemos que ver con claridad y crueldad la comedia humana, la vanidad y la estupidez del prójimo y de nosotros mismos, pero no podemos abandonar a la ligera las aspiraciones a un mundo superior, a un orden superior, aun cuando el espectáculo de la locura humana nos descorazone. No nos faltan informantes magníficos que nos recuerdan la miseria del hombre, pero pocos son los que al mismo tiempo quieren recordar lo que nos eleva hacia el cielo. Y lo deseable es que ambos enfoques vayan siempre de la mano. Un informe sobre la iniquidad del hombre, por más honesto que sea, nos conducirá sólo a un naturalismo vulgar. Una exaltación de las posibilidades extáticas y de la dimensión teológica, abstraída del sentido común, creará una retórica insoportable y llena de soberbia carente de fundamento. Pero perdurar con ambas perspectivas al mismo tiempo es muy difícil. En el fondo, la poesía es imposible (al igual que, según Simone Weil, lo es la vida humana).


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Es posible que las dos alas se estorben mutuamente, como en el caso de aquel pobre albatros cuyos torpes andares por la cubierta de un barco describió un poeta compasivo. Se estorban por ser parcialmente contradictorias: el acopio abejuno de espiritualidad es algo elegíaco, una actividad puramente meditativa (casi pasiva, un poco budista) que ocupa un lugar intermedio entre la expresión y el discernimiento, mientras que el conocimiento intelectual del mundo requiere una mente clara, una inteligencia rápida y otro tipo de enfoque interno. Se estorban por su talante, pero también por la dirección de sus pesquisas y la índole de su curiosidad.

En un sentido limitado, esas dos alas de la lírica que se entorpecen mutuamente pueden equipararse a los símbolos clásicos de la razón y la revelación, Atenas y Jerusalén (así veían este dilema Lev Chestov, que optó por Jerulaén, y Leo Strauss, que optó por la insolubilidad del conflicto). Los poetas, al igual que cierto número de personas pensantes, están condenados a vivir en un istmo entre Atenas y Jerusalén, entre la verdad en parte inasible y la belleza, entre la racionalidad del análisis y la emoción religiosa, entre la sorpresa y la piedad, entre el pensamiento y la inspiración.


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¿Cómo viven los poetas?, preguntará alguien. ¿De veras forcejean entre la fe y la reflexión? Me temo que a diario viven de otra manera. Viviendo defienden la poesía. Viven como los defensores de una fortaleza sitiada, oteando el horizonte para ver si se acerca el enemigo y por dónde. No es una buena vida, a menudo le falta magnanimidad, autocrítica, capacidad de pensar en contra de sus intereses y tal vez en contra de su época, que suele equivocarse.

¿Buscan la verdad? ¿No se apresuran demasiado a dar crédito a profetas frívolos y filósofos caóticos que no saben ni comprender ni rechazar? La miseria de la poesía consiste precisamente en eso: en una confianza excesiva depositada en los pensadores de turno y en los políticos. Así ocurrió a mediados del siglo pasado, un siglo cuya losa abrumadora aún no ha dejado de aplastarnos. Los poetas poseídos de una gran emoción, obedeciendo a los energías del talento, no supieron discernir la realidad. ¿Por qué Brecht se puso al servicio de Stalin? ¿Y por qué Neruda sentía admiración por aquel mismo déspota? ¿Por qué Gottfried Benn confió durante unos meses en Hitler? ¿Por qué los poetas franceses dieron crédito a los estructuralistas? ¿Por qué los jóvenes poetas norteamericanos dedican tanta atención a la familia más cercana, siendo al mismo tiempo incapaces de descubrir una realidad más profunda? ¿Por qué hay tantos poetas mediocres, cuya vulgaridad resulta desesperante? ¿Por qué los poetas contemporáneos —centenares y miles— se conforman con la tibieza espiritual, con sainetes irónicos nimios y artesanales, y con un nihilismo elegante y a veces casi simpático?


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Para terminar me veo obligado a hacer una confesión (el lector seguramente ya lo habrá adivinado): no soy enemigo de la poesía libre, sabia y magnífica que sepa unir lo cercano con lo lejano, lo alto con lo bajo, lo terrenal con lo divino, una poesía que sea capaz de registrar los movimientos del alma, las reyertas entre amantes y una escena callejera en una gran ciudad, pero también oír los pasos de la historia y las mentiras de un tirano, una poesía que no nos falle cuando llegue la hora de la verdad. Sólo me enoja la poesía pequeña y pusilánime, obtusa y rastrera, un poesía que escucha servilmente lo que le sopla el espíritu de la época, aquel burócrata desidioso que revolotea a ras de tierra envuelto en una nube sucia de ilusiones.

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(Del libro En defensa del fervor de Adam Zagajewski en Editorial Acantilado)

3 comentarios:

  1. Pedro Arturo, no puedo más que felicitarte por esta joyita de Adam Zagajewski... cómo quisiera que los miembros de la Comunidad de Escritores y Poetas tuvieran acceso a este ensayo... qué verdades se ventilan!!!... Rocío

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  2. Pedro, compartí el escrito a David Fernández Rivera, un querido amigo de España, poeta, dramaturgo, compositor... y esto respondió:

    "Un artículo excelente donde los haya, estricto, sin miedo y alejado de toda la hipocresía que perturba y emborrona el mundo de la poesía. Desde luego que un poema ha de partir absolutamente de la vida interior hasta alcanzar su expansión plena en el interior de los demás, y quién sabe si teniendo que pasar por ese maravilloso proceso de la eternidad que solo se puede saborear desde los altares de la creación poética. Pero a su vez, ¿cómo puedes hacer esto sin ver a tus espaldas la mediocridad, el delirio o la alucinación? Esto, como bien dice el autor, es poesía, da igual la forma, estética y la posibilidad de errores, y es quiero añadir que toda búsqueda de errores en un poema, nace de comparar este texto con un canon muerto y estático, y la poesía está viva. Quizás por ello nadie comprende que tantos dejemos nuestra sangre literalmente por ella y por lo que significa... Muchísimas gracias, amigos de Poetas Sin Voz, por compartir algo tan interesante."

    Simplemente, este ensayo ha generado bastante simpatía y reflexiones críticas, supremamente constructivas, aplicables incluso en el teatro, no sólo entre los poetas sin voz de Santa Rosa de Osos, sino también con nuestros contactos por fuera del país al vernos reflejados allí durante estos largos procesos de creación.

    Saludos santarrosanos, Pedro.

    Leandro Múnera.

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  3. "(y no hablo aquí del tedio elegante de un artista, del spleen de Baudelaire, sino del aburrimiento y la molicie de las tardes de domingo en nuestra ciudades)"; otro aspecto que el autor no soslaya... muy buen ensayo. gracias.

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