viernes, 8 de abril de 2011

Cioran y el sentido absurdo


Yo soy un filósofo-gritón. Mis ideas, si hay ideas, ladran; no explican nada, estallan...
-Cuadernos-
Emil M. Cioran

Se diluyen, como casi todo hoy, las definiciones posibles en torno del pensamiento o la obra de alguien, de un poeta, un artista, un filósofo o un hombre cualquiera. Nadie es capaz ya con sinceridad, de “creer” completamente en nada a estas alturas. Vivimos, según parece, en el relativismo absoluto. Pero, tal vez, esto ha sido siempre así en el fondo. Y es bueno, al final, que así sea. Qué tal existir en un mundo donde todo estuviese perfectamente definido de antemano, hecho verdad universal, es decir, un mundo donde se hiciera inútil , superfluo y estúpido el ejercicio de la duda, el principio de incertidumbre e insatisfacción. Sería el verdadero infierno.

Por ello, resulta saludable y estimulante volver a leer y hablar de Cioran a cien años hoy de su nacimiento. Con él quedamos otra vez librados a nosotros mismos más allá del pensar impuesto, aprendido, heredado por la tradición y por una cultura exhausta de más de 5.000 años. Al menos, con Cioran, podemos comenzar a mirar de nuevo “con otros ojos” – La mirada escéptica, desencantada, vertiginosa, lúcida y serena - lo que ha sido hasta nuestros días todo una manera de ser, pensar, creer, imaginar y hacer del hombre. Y a partir de esas enormes ruinas del pasado y del presente, recuperar tal vez, una sensibilidad más clara, menos utópica, más sencilla y quizá fecunda del mundo, de la vida, de los seres que realmente somos sin retoricismos, sin trascendentalismos fatuos. Ejercicio de grandeza y humildad al mismo tiempo, nunca como hoy tan urgente, en momentos en los que se cuestiona incluso la vigencia y supervivencia de una civilización y se derrumban por vía de los hechos más violentos, los imperios de la razón totalitaria y utilitarista.

Como Sade, Lautréamont, Rimbaud, Kafka, Artaud, Pessoa, Celan, Beckett, Ionesco, Djuna Barnes, Thomas Bernhart y tantos otros escritores abismales, Cioran desafía en nosotros toda percepción normal del mundo, de lo que denominamos ingenuamente la "realidad".

Hay, claro, antecedentes muy antiguos en el pensamiento de Cioran: desde el propio Diógenes el Cínico, Pirrón de Ellis, fundador del escepticismo, pasando por los estoicos, hasta el advenimiento de la conciencia trágica de la modernidad. Michell de Montaigne, Voltaire, Blake, Sade, Lautréamont, Baudelaire, Rimbaud, Shopenhauer y Nietzche prefiguran sus pasos. Sin embargo, es quizá hasta el siglo XX donde se da el clima de confluencias y tensiones que definen cierta forma de abordar la filosofía y la literatura. Es la ruptura de un orden hasta entonces idealista en parte, espiritual en apariencia que, de golpe, se viene abajo: surgen las vanguardias, se convulsiona el mundo político, sobrevienen las guerras más devastadoras de la historia. Aparecen escritores como Joyce, Eliot, Artaud, Tzara, Pessoa, Bretón y tantos otros para expresar esa crisis del hombre occidental, y para interrogarse aun sobre el sentido del arte y la literatura mismas en un mundo abandonado por los dioses.

Pero es con el existencialismo, y con Albert Camus, donde se plantea por primera vez a fondo el problema del hombre frente a su propia vida como tal, hecha sola historia y vuelta sobre sí misma para siempre. Es Camus el hombre que abre por fin el problema de la absurdidad y la desesperanza consciente que luego abordará Cioran con todas sus consecuencias. Fue Camus en El Mito de Sísifo, el pensador que con mayor rigor en su momento, dio cuenta de la conciencia absurda y propuso como tema central de la filosofía el suicidio. Y fue Camus quien expresó, como preludiando las palabras de Cioran: “Se trataba anteriormente de saber si la vida tenía que tener un sentido para ser vivida; por el contrario, creo que ella será tanto mejor vivida cuanto que no lo tenga.” Antes, Pessoa, otra conciencia desencantada, había dicho: “Nada hay que esperar/ y por eso nada de qué desesperar tampoco.”

Cuando Cioran se da a conocer, naturalmente se convierte en uno de los nuevos iconos de la juventud. Mas en los sesentas todavía son Marcuse, Sartre, los orientales, los escritores norteamericanos: Ginsbergh, Kerouac, Ferlingheti, etc., quienes vuelven a despertarles el deseo de utopía y sueño a todos estos jóvenes. Sabemos cómo terminó todo eso. Es Cioran, después del propio Krishnamurti, quien a a partir de los setenta especialmente, vuelve a encontrar el curso de esa conciencia absurda y ácida que Beckett y Ionesco también llegaron a expresar en sus obras.

Leer hoy a Cioran sigue siendo un desafío extraordinario. No puede agotarse todavía este ejercicio de permanente vigilancia de la conciencia y de los conceptos e ideas recibidas, de las creencias, los modos de ser y de hacer que pese a todo continuarán dándose. El mundo tiende a repetirse y sólo podemos contradecirlo desde nuestro más oscuro y vivo vacío.

Cioran concentra el sentido y el sinsentido mismos del pensar y del escribir a la par con el sentido y sinsentido del vivir y del morir. Nos exige, no una actitud pasiva y neorromántica de aceptar la negación por la negación, sino una suerte de comprensión asistemática de la vida desde el principio de incertidumbre, azar, fragmentariedad y provisionalidad que son, en el fondo, las auténticas señales de estos tiempos, de este nuevo estado del hombre, signifique lo que sea esta palabra.

Leer a Cioran nos deja la posibilidad de reconciliarnos con nuestros límites, no para “abandonarnos” estúpidamente a la autoconmiseración sino para hacer más nuestro ese vacío, ese bello y terrible espectáculo de nuestro absurdo hasta el final, sin subterfugios, sin disfraces. Es en cierto modo una última dignidad la que se nos propone. Cioran no nos deja ilusionarnos con otra clase de nociones: “Ya no habrá nada que buscar, sino la búsqueda de la nada.

Más allá del tremendismo, las fulguraciones luciferinas de la palabra que lo obsesionó y colmó hasta el final su hastío, su asco, su extrañamiento absoluto, nos queda la imagen de su gesto supremo y enemigo, su serenidad de eterno indiferente, como del último eslabón de una especie en extinción.

(2001 - Para la revista Otras Voces, Medellín)

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2 comentarios:

  1. quizás el sentido más absurdo o repercusión del sentido -para mí- es animarse a cometer equivocaciones para aprender de ellas...

    buen ensayo POETA

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  2. Gracias maestra querida. Un abrazote.

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